En 2020 Óscar Bernácer resumió en un documental la esencia mil veces desfigurada sobre la mítica imagen de Pedro Zaragoza Orts, el mítico alcalde de Benidorm que descubrió petróleo a la sombra del Puig Campana e inventó la fórmula del éxito de la capital de la Marina Baixa y del turismo de sol y playa. En la pieza El hombre que embotelló el sol (Amazon Vídeo y Filmin) se glosa la historia de la mágica transformación que transita desde el poblado de pescadores hasta “la mejor ciudad nueva de la segunda mitad del siglo XX”. Así la bautizó el sociólogo Mario Gaviria.

Benidorm, así, surge de la cruzada interior de un alcalde franquista que se plantó en El Pardo para que el dictador se hiciera el sueco respecto a la relajación de costumbres de aquella España nacional católica, condición imprescindible para el éxito de la idea. No por más cronificada sorprende menos esta fábula real que marcó el origen de lo que hoy conocemos como Benidorm, que es una cultura, la ciudad digo, en sí misma. La internacionalización, el sol y la playa… y la canción, hicieron el resto. Durante mucho tiempo en este país se ha apostatado del modelo turístico -cuando su éxito radica en la solvencia del Rey Ebitda- y de la reputación cultural, lastrada en los años posteriores, durante la Transición. La música y la canción son indisociables de Benidorm después de aquella tarde de 1958, en el bar del Tío Quico, en la que -pensando en San Remo- los prebostes locales idearon el Festival de Benidorm. Esto es pura historia.

Y la historia suele volver por sus fueros, independientemente de las tendencias y de las derivas más sectarias, frívolas o planificadas. Durante mucho tiempo, el relato de Benidorm ha sido despreciado por las élites: sol y playa junto a música popular desentonaban en una visión reduccionista y caviar de lo “progresista”, lo ético y lo moderno. En su momento, Eduardo Zaplana como alcalde y luego como President, y su gobierno de aquella época, fomentaron la marca sin afán disruptivo, simplemente aprovechando la inercia de la historia. Eso todavía granjeó mayor desprecio desde las élites intelectuales y sus palmeros hacia la ciudad y sus productos, económicos o culturales.

Pero ha sido ahora, en la Comunidad Valenciana, con un gobierno de coalición entre partidos de izquierda, liderado por Ximo Puig, cuando los progres han descubierto Benidorm. Lógicamente la rendición ante el éxito atávico de la marca y su potencia descomunal no podía hacerse sin disimulo. Debía también diseñarse una murga tan antigua como el sol -o tan procaz como la cortina de humo de What the Dog, la película de Levinson sobre la tinta de calamar- para que no se les viera el plumero. Benidorm Fest, la secuela del Festival de Benidorm, representa ahora muchas cosas para quienes nos gobiernan, porque necesitan un cambio de paradigma tras pontificar contra la alegría de vivir, los grandes eventos y la felicidad colectiva. Primero, representa una estupenda ocasión para ajustar cuentas con la historia y arrepentirse sin demasiado descrédito del asco que en el pasado mostraron por la ciudad y su relato. Segundo, es una estupenda ocasión para mantener su estrategia de ideologización de la vida civil, viendo en la canción melódica -también ahí- una notable oportunidad para intentar influir en la mente de los jóvenes, dados a la compra de productos sin decodificar. Pero, sobre todo, y es lo más grave, han hallado la coartada perfecta para generar ruido a mayor gloria de una falsa polémica para que no se hable del resto de miserias que flagelan a los ciudadanos normales cada día de su existencia.

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