Por Luis Motes
En España, y en la Comunidad Valenciana, la cultura de los debates electorales televisados no está suficientemente madura, después de varias décadas de democracia, y tanto el miedo atroz al fracaso como la tacañería estratégica de las War Rooms de los partidos a la hora de asesorar a sus candidatos hacen el resto. Aquí somos más de golpes de efecto. En este sentido, permítanme antes evocar una metáfora futbolística de niñez porque el fútbol, que es como la vida misma, conserva paralelismos con las lides políticas. La audacia, el atrevimiento, la pereza, el descaro, la frivolidad, la mentira y el “cancherismo”, la fortuna o la inoportunidad son elementos comunes tanto en el balompié como en la trifulca pública.
Allá por los 70 -rondaría los 6 años- comencé a acompañar a mi abuelo Rafael Gallego Vilar a Mestalla. Eran los tiempos de Casa Cesáreo y el marcador Dardo. Él, que fue testigo directo de la delantera eléctrica valencianista (no confundir con la del Real Oviedo) -Epi, Amadeo, Mundo, Asensi y Gorostiza- fue siempre el mejor Cicerón. El devenir futbolístico de quien suscribe ha evolucionado hacia distintas y más complejas configuraciones personales a la hora de relacionarme con el deporte rey, afinidades y simpatías incluidas, y aunque esta crónica no va de fútbol, permítanme esta introducción.
Como digo, a finales de la década se incorporó a la disciplina valencianista Manuel Ángel Botubot Pereira, eficaz central que también militó en el Cádiz, el Castellón o el Xerez. En el palmarés de Botubot hay una Copa del Rey, la del 79 entre otros éxitos, y durante esos años -en los que coincidió con Kempes y otras referencias espirituales del valencianismo- se le asignó la difícil misión de blindar la parcela defensiva del equipo, completando terna con Miguel Tendillo o Ricardo Arias, entre otros. Durante alguna temporada coincidió como rival -cuando el Valencia se enfrentaba con el Barça- con Allan Simonsen, a la sazón un menudo extremo danés considerado como uno de los más destacados peloteros en la historia barcelonista. Cada vez que el Valencia y el FC Barcelona se enfrentaban en el Camp de Mestalla, entonces Luis Casanova, la misión de Botubot era anular a aquel escurridizo escandinavo en duelos entre sabueso y liebre que, habitualmente, quedaban en tablas. Siempre que el siderúrgico y solvente defensa valencianista conseguía desactivar los quiebros del ligero Simonsen, Mestalla se levantaba de sus sillas de enea y mi abuelo Rafael y yo disfrutábamos con la fiereza sin aspavientos del andaluz. En alguna ocasión, más de una, Botubot presentaba a Simonsen sus credenciales diplomáticas en los minutos iniciales con gran generosidad en el lance, levantando al ligero extremo dos metros por el aire. “Hala, recaet”, mascullaba mi abuelo en su valenciano de Manises.
Pedro Sánchez es un político canchero, “gradista”, audaz y frívolo, como decía mi abuelo de algún que otro jugador de su club -y algunos asentirían- “un mentirós del fútbol”. Sin embargo, Sánchez es un animal político de muchos kilates. Sánchez les ha enviado a sus oponentes y a los votantes en los próximos comicios -aunque no se presente a las elecciones locales del 28 de mayo- un “recaet”. El mismo día que los candidatos, los militantes, los simpatizantes y los medios nacionales y locales se encuentren radiografiando el arranque de la campaña electoral, en el barro de la disputa local, él será recibido en el oráculo de la conversación mundial, que es la Casa Blanca, por Joe Biden, quizás el presidente con menos carisma de los últimos 50 años en los Estados Unidos de América.
El ”recaet” o el golpe de efecto se impone a las acciones clásicas. Los debates televisados, por ejemplo, ya no son lo que eran desde que un telegénico John F. Kennedy obtuvo su primera ventaja sobre Richard Nixon en el primer hito hertziano de la comunicación política. Ojo, el senador le ganó al presidente en la versión televisiva, no en la radiofónica, porque en esta última no se podían ver ni los tics ni el sudor del republicano. En España, el mito del debate televisado ha ido deshinchándose desde el primer encuentro “a dos” entre Felipe González y José María Aznar el 24 de mayo de 1993, el primero de la democracia en nuestro país. En la Comunidad Valenciana nunca se ha permitido un debate a dos cuando, en el duelo Puig-Mazón que está en ciernes, este sería el único formato de interés y el único cara a cara lograría eficacia en el posicionamiento de los mensajes, verosimilitud en la percepción pública y paliativo contra los indecisos. Ximo Puig rehúye el debate, es un clásico de quien detenta el poder, sumándose a la nómina de otros candidatos que, como Page o Ayuso -por poner dos ejemplos antagónicos- niegan al votante las herramientas decisivas para votar en libertad.
Así, el debate -como lo consideramos hoy en día- está amortizado. No sirve. Los golpes de efecto han desbancado a los debates como principales herramientas de influencia política en las épocas preelectorales. En España, como en la Comunidad Valenciana, los debates y salvo excepciones, se dirimen mediante esquemas carpetovetónicos, extremadamente regulados y sin margen para la frescura que, al final, es la que permite observar diferencias entre los contendientes. Es más, cuando los rivales prestan oídos a sus consultores, suelen resbalar. Recuerden “la niña de Rajoy”, el silencio de Rivera… En este escenario, de cara a las elecciones de mayo, la izquierda, en el poder en el Gobierno de España y en la Comunidad Valenciana, se mantiene firme en dos premisas que -en mi humilde opinión- están concediendo una ligera ventaja tanto a Pedro Sánchez como a Ximo Puig, presidente de la Generalitat y aspirante a revalidar su cargo. Al menos en la estrategia. Sánchez está logrando golpes de efecto -visita a la Casa Blanca- y marcar la agenda -Ley de la Vivienda y agua de Doñana-. Ximo Puig, por su lado, se aplica en la norma clásica de que quien está en el poder no debe dar demasiada cancha al rival -en este caso Carlos Mazón- más allá de lo que establezca la ley o la ética. Puig no caldeará la campaña y hará suya la sugerencia de Da Vinci sobre que nada fortalece más la autoridad que el silencio. Esta circunstancia, no entrar al trapo y un evidente y eficaz cambio de outfit desde el mes de enero caracterizan la estrategia del Molt Honorable.
La izquierda, pues, manda en la agenda a estas horas y ha marcado las coordenadas, las medidas de la cancha. La derecha que lidera Núñez Feijoo y Carlos Mazón, en el caso valenciano, debería desbordarlas. Y, no obstante, se observa poca disrupción en el Partido Popular, quizás orientado erróneamente por quien ha convencido a sus responsables de que vivir a rebufo de las siglas y de la imagen de Feijoo será suficiente. Esta línea de pensamiento, que ha funcionado en otras ocasiones y que es un karma en la calle Génova, está por ver que tenga éxito en 2023. Personalmente no me atrevo a enjuiciar la táctica, solo me dedico a observar y me pronuncio sobre la sensación que me produce lo que veo. Isabel Díaz Ayuso sería capaz de encadenarse a una farola en un barrio para protestar contra la “okupación”. En la historia local, el exalcalde popular de Paterna Lorenzo Agustí se presentaba en la fila 0 de los mítines socialistas cuando abrió brecha en el cinturón rojo metropolitano, que acabó tornándose azul. ¿Son los golpes de efecto fundamentales en esta campaña? Francamente, creo que sí. Con las encuestas ofreciendo un empate de forma insistente, con un 55% de indecisos y con solo 40.000 votos de diferencia entre los bloques en las elecciones de 2019, desbordar la “corrección” estratégica y prestar oídos a quienes sugieren más creatividad e imaginación, audacia en suma, a la derecha, quizás sería recomendable. Aunque a lo mejor ya sea demasiado tarde.
Periodista. CEO Doyou Media