Empecemos un viaje que se remonta a 1920…

“Aquí estoy observando a mis alumnos sentados en sus duros bancos de madera. Empiezo con ilusión y motivación otro año escolar. Aunque sólo es otoño ya se nota mucho el fresco de la mañana, parece que con suerte arreglarán las ventanas antes del invierno. Encima de la mesa está el libro único para estos niños y he conseguido algo de material, unas tizas, lápices y poco papel. Son más de cuarenta si cuento con los que me llegarán ahora en la época de recogida y de todas las edades. Son tan diferentes cada uno de ellos… necesitan también atenciones, apoyo y enseñanza diversa. Mi concepción pedagógica se centra en cada uno de los niños, y en el desarrollo de sus capacidades desde su singularidad. Son sujetos activos que participan en la enseñanza y que poseen el papel principal en el aprendizaje. Reciben educación como un proceso social y para asegurar su propio desarrollo. La escuela los prepara para que vivan en su sociedad. Voy a poner en marcha con ellos métodos dinámicos de aprendizaje y trabajo cooperativo y grupal, que observen, que investiguen. Intento hablar con sus familias, a las cuales conozco, pero están todos muy ocupados y la mayoría de sus miembros son analfabetos, aun así, intento hacerles comprender la importancia de que sus hijos se formen y que puedan elegir en su vida qué hacer”.

En los años 20 ya se intentaba pasar de una escuela tradicional con filosofía escolástica y que se impartía en latín a la Pedagogía de la Escuela Nueva con la influencia de Rousseau, Adolphe Ferrière, John Dewey y otros. Ya se proponía entonces formar alumnos en todos los ámbitos ya sea intelectual, afectivo, psicológico, corporal y social. Teniendo en cuenta las diferencias psicológicas de cada alumno y las aptitudes, lo que conllevaba que cada niño o niña tuviera una atención individualizada. También se incorporaba el concepto de “aprender jugando” y con creatividad.

¿Es nueva la inclusión educativa? Llevamos décadas en su búsqueda por medio de diversas leyes educativas, destacando desde los 90 del S.XX la insistencia en la atención a la diversidad, pero una diversidad que se centraba en aspectos “diferenciales”, más bien la que no era normotípica. El núcleo de la diana es que todos los niños, pero todos son diversos, no hay clones y para lograr una educación inclusiva es necesaria la atención real a todos. Como piezas esenciales, cada uno de los alumnos, hacen parte del engranaje de un motor, son importantes para su funcionamiento y lo que aportan desde su diversidad.

¿Qué es la inclusión? Es algo realmente sencillo, como dar la mejor respuesta a las necesidades de cada alumno, sabiendo que no son todas iguales. Es atender a los niños en el aula, sin obligarles a diferenciarse en espacios distintos, es exigir según sus posibilidades…

Hoy eso lo logramos mediante el aprendizaje por proyectos, la gamificación, el scape room, UDIS, aplicaré la taxonomía de Bloom, utilizaré las Tics, interviniendo con los alumnos en concursos, haciendo partícipes a las familias… todo lo que precisen para su bienestar y enriquecimiento personal partiendo de las características idiosincrásicas de cada uno.  Pero surge entonces una necesidad ¿conocemos a nuestros alumnos? Realmente y reflexionando con franqueza nos falta mucho que saber de todos ellos para hacer este “viaje de curso escolar” y llevar a la práctica la atención real a la diversidad. Conocer sus fortalezas académicas, personales, conocer su forma de organizar el pensamiento, sus motivaciones reales, sus miedos…

Es más que conveniente que partamos de la premisa fundamental de conocer a cada uno de mis alumnos, ¿cómo son?, ¿cómo están?, ¿qué necesitan auténticamente para ayudarles con sus dificultades, así como con sus potencialidades? Desde una perspectiva clásica y tradicional precisamos mucho tiempo para tratarlos, recurrir reiteradamente al psicopedagogo o al orientador con múltiples impresiones o sensaciones sobre determinados alumnos. Al final la falta de tiempos y recursos es un lastre no tanto para el docente, que lo es, sino para el alumno, que lo sufre.

Existen dos pilares en los que podemos encontrar soluciones para mejorar esa inclusión del alumno. El primero es conocer al alumno. Gracias a la aportación de las nuevas tecnologías y con una herramienta digital como Dide, invirtiendo pocos minutos en cumplimentar la entrevista informatizada logramos hasta 6 informes inmediatos que reflejan treinta y cinco marcadores de los principales ámbitos de cada uno de mis alumnos. Esta herramienta sencilla y útil cuenta con la participación de los padres y otros docentes. Los resultados de los informes aportan una valiosa información sobre el niño o niña en las esferas de “Educación y Aprendizaje”, “Emoción y Comportamiento”, “Desarrollo y Social”. A partir de los datos obtenidos queda mucho más claro qué hacer y, en el caso de que se necesite, qué recursos específicos utilizar atendiendo de verdad a cada niño, además con la posible colaboración de la familia y de otros docentes próximos al menor.

¿Y el otro pilar? Es la formación, necesitamos aprender a trabajar de manera que todos los alumnos reciban la mejor respuesta a sus necesidades. Formarnos en la gestión de la atención a la diversidad y la inclusión, y esta es una buena alternativa de formación.

Yendo más allá de los pobres resultados del Informe Pisa, de las cifras de fracaso escolar y de abandono, debemos vivir plenamente el momento presente, partiendo de conocer cómo son y están cada uno de nuestros alumnos porque así, en verdad, podremos desde nuestra vocación y saber atenderlos y guiarlos como requieren y que puedan participar, compartir y coordinarse entre ellos con la armonía inclusiva de las células diversas de un cuerpo sano.

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