El premio Nobel de Economía 2018, Paul Krugman, ha estado en Valencia y nos ha dado una alegría y un aviso.
La alegría: esta crisis y su derivada inflacionista no durará más de dos o tres años, aunque afectará duramente a empresas, Estados y personas.
Un aviso: El problema real está en los efectos estructurales derivados de las consecuencias del cambio climático. Eso afectará a nuestras condiciones de vida, más en unos países que en otros. Dentro de treinta años la vida futura tendrá poco que ver con la actual.
Contra el cambio climático la lucha es global, personal y muy imaginativa, quizá porque nos es difícil pensar en nuestros campos de cultivo sin agua, por ejemplo. Pero la actitud debe ser colectica y llegar a esa conciencia universal va a ser complicado, por lo tanto, lo dejo para otras reflexiones en algún foro de Interfaz.
Pero lo de la crisis inflacionista sí que es un tema que nos afecta a cada uno, como consumidores, ciudadanos o empresarios de cualquier nivel. Viene bien saber la opinión de Krugman de que durará dos o tres años pero para entonces, todos calvos, especialmente por los efectos que está teniendo sobre el dinero ahorrado en cuentas, fondos y bolsa en general.
Con tanto ruido político sobre frivolidades, nadie plantea el coste que sobre el ahorro privado en sus diferentes formatos tiene ese 8,7 % de media inflacionista que arrastramos en este trimestre. Si usted tiene unos dineros para comprar una casa, un coche o, simplemente, como ahorros de toda una vida, ya sabe que además que costarle más el café, la gasolina y la casa, el dinero que tiene vale un 8,7 % menos. Cuente pues que vivir le cuesta entre un 10 o un 15 % más que el año pasado.
Y esto si la cosa no empeora, como todos los especialistas auguran para septiembre, dado el ritmo de gasto público y privado y su consiguiente deuda. Ya saben: la crisis de la rana (va cociéndose lentamente hasta que ya no puedes saltar del puchero). ¿Aguantaremos los dos o tres años que pronostica Krugman?
La cuestión, pues, es cómo hacer frente a la inflación en cualquiera de las partes del mostrador en las que te sitúes.
Por supuesto, si actúas como consumidor hay que reclamar prudencia. Como decían los antiguos: no alargues el brazo más que la manga, que los bares están llenos de magníficos clientes con derecho a caña, bravas y hasta bogavante que en septiembre ya no podrán pagar las extraescolares de los niños. Prudencia: no hay que gastar más de lo que tienes, porque no lo tienes y, además, los créditos van a estar muy caros. Prudencia, pues.
Y si actúas como empresario hay muchas recetas, pero sobre todo una que sale muy barata: añade valor a tu producto o servicio. El valor añadido es incluso un intangible de muy bajo coste, que no sufre por la inflación y que satisface mucho al cliente.
Una patata está más o menos vistosa, limpia, cara o barata. Pero la forma de venderla es lo que le da valor. Es el valor añadido, que sirve para la patata o para un móvil. ¿Qué es si no lo que vende Apple? Es la suma de piezas fabricadas por otras muchas empresas en diversas partes del mundo. Pero su marca y su servicio es nuestro objeto de deseo y lo que decide su precio.
Sumemos valor añadido a cualquier servicio o producto. No sé si he hablado alguna vez de la diferencia que hay entre la trufa blanca de Alba (Piamonte/Italia) y la trufa negra que se cría por El Maestrat (Castellón) y Sarrión (Teruel). Algunos cocineros prefieren la blanca y otros la negra. Pero la negra está por unos mil dólares el kilo y la blanca puede llegar a más de 50.000 dólares.
Ahora bien, la trufa negra la puede usted comprar en unos aseados botes de cristal, incluso a veces rayada y hasta en minidosis para espolvorear. Pero al final se la lleva a casa en una bolsa de plástico, aunque la compre en la mejor tienda gourmet de Valencia. A mil euros el kilo por una cosa que va en un bote de cristal, como el atún, no puede valer mucho más que el atún. Ya en la cocina es otra cosa. Gran sabor, pero te parece caro. No tiene valor añadido.
La trufa blanca que compras en Alba te la venden ceremoniosamente, como si estuvieran consagrando el fruto de la tierra. Cristal esmerilado, dependiente con mascarilla que te regala mil recetas mientras envasa una caja en otra caja y al final te llevas un kilo de envoltorios para 50 gramos de trufa blanca. Has degustado un trocito de queso con trufa y hasta un pequeño tomate cherri, bañado en aceite de trufa, lo que te lleva a que saques encantado la tarjeta para pagar lo que sea por la enorme caja con 50 gramos de trufa que tienes que llevar con las dos manos. Gran sabor, pero no piensas en el precio porque tiene mucho valor añadido.
Esa es la clave para enfrentarse a la inflación durante los dos o tres años que anuncia el premio Nobel. Tendrá que subir los precios en su tienda o en su fábrica, porque los proveedores también lo suben y así en toda la cadena. Pero dele algo más al cliente por ese nuevo precio. Algo que no le cueste a usted más dinero, pero que al cliente lo ponga cachondo. ¿Quizá una sonrisa?
Periodista y comunicador