Hoy tocaba escribir de la economía del turismo religioso, de la recuperación de los hoteles estos días y hasta de cómo celebrarán esta semana los refugiados ucranianos que tienen costumbres cristianas. Pero de repente el cuerpo se me ha invadido de nostalgia y me pide echar unas lágrimas por las tradiciones que se nos fueron.

Solo unas lágrimas de nostalgia y ninguna de melancolía, porque entonces siempre saldrá alguno a citar aquello de los tiempos pasados, que ni fueron peores ni mejores. Simplemente son pasado. En Cuéntame, por ejemplo, se llora mucho de melancolía cuando ves que los precios vuelven a subir con el mismo vértigo que cuando cantaba el Dúo Dinámico. (9,8 % en marzo)

La nostalgia no es comparativa, porque entonces acabas poniendo fijo La 1 para ver Ben Hur, mientras tus hijos y tu mujer están en Netflix con Café con aroma de mujer, que es como el Simplemente María pero en versión colombiana. Así que mejor no revolvamos las fotos en blanco y negro y nos sumamos a las plataformas antes de quedarnos solos.

Pero sí que es interesante ver el detalle del cambio sociológico que vivimos y que provoca una fuerte brecha generacional.

La Tarara tiene una música con mayor o menor ritmo (Carraixet tiene hasta una versión melódica), pero letras para todos los gustos. Desde la que le puso García Lorca hasta la que canta Pep Botifarra o Marisol. Y después está la que cantábamos en mi comarca del Camp del Turia, al lado de un río que ni soñaba que en un futuro González Pons lo convertiría en un parque fluvial. Pero La Tarara era obligatoria los días de Pascua, nunca antes del Domingo de Resurrección.

Esa letra decía así:

El dia de Pasqua
Pepito plorava
perquè el catxirulo
no se li empinava.

La tarara sí
la tarara no
la tarara mare
que la balle jo.

Pero hasta hace unos años (estoy dispuesto a jugarme un esmorzaret) doy por seguro que todo el mundo se sabía la canción. E incluso en los colegios ya se bailaba antes de estas largas vacaciones pascueras, que desde cualquier otro sitio de España nos miran con envidia, pese al cabreo de los padres, que el martes día 19 ya tienen que trabajar.

Las riberas de los ríos y las montañas fueron durante décadas buenos para pasar la Pascua (Domingo de Resurrección, lunes y martes y luego San Vicente), pero luego la liberación nos llevó a alquilar un apartamento o una casa rural para ir toda la cuadrilla, ya muy emparejada. Y ahí empezó a olvidarse La Tarara y su letra lorquiana para ir a otros mensajes, que tienen también su propósito en estos tiempos de C. Tangana y Rosalía.

Así dice la letra de Motomami:

Okay, Motomami

Pesa mi tatami

Hit a lo tsunami

Ooh

Okay, Motomami

Fina, un origami

Cruda a lo sashimi

Ooh

A cada copia que ves

Tú dale tu bendición

Y yo no quiero competir

Si no hay comparación

Con la cadena hasta el pie

De diabla el corazón

No te crea’ que es sweet

Tu bombón lleno de licor

Pero la nostalgia de una cosa no puede devenir en melancolía. Cada generación canta lo que quiere y lo que le gusta. Al fin y al cabo, unos somos hijos de los otros.

A mí, personalmente, me afectan más otras costumbres perdidas. La sociedad de la abundancia ha desalojado a la llonganissa pasquera y a la Mona. Hasta hace cuatro días aún había alguna gran superficie que por valenciana en su propiedad tenía a la venta una llonganissa apta para el deleite en medio de una pinada. Ahora solo encuentras este placer en algunas carnicerías señaladas y a precio de Jabugo.

¿Y la Mona de Pascua? Ahí me pesa el pecado de la melancolía. Como mucho llego a admitir mona bien amasada, con anisetes y en forma de pequeño panquemao y siempre con huevo duro a romper en la frente de la chica o el chico que tienes de pareja esta Pascua. Pero ahora las monas son de chocolate o de espelta, van en bolsa de plástico y llevan un huevo Kinder.

Pero todo esto es nostalgia. Porque en otros tiempos (ni mejores ni peores: otros) no se hablaba de cambio climático y ahora por no ensuciar los montes pasamos la Pascua en una disco y dándole al gin tonic en una sobremesa demasiado larga. Así que del panquemao de Alberic o de la coca d’anous i panses mejor no hablo.

Hubiera sido menos cabreante escribir del turismo religioso o de la crisis hotelera frente a los apartamentos ilegales.

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